En una sala del tribunal de Manhattan, un martes sofocante, el mundo observó cómo el otrora inquebrantable senador Bob Menéndez, demócrata de Nueva Jersey y prominente político, caía.
Declarado culpable de los 16 cargos de corrupción, incluidos soborno, fraude y actuación como agente extranjero del gobierno egipcio, la carrera política de décadas de Menéndez parecía estar en ruinas.
El veredicto cayó como una bomba, no sólo en Nueva Jersey sino en todo el país.
Señaló la dramática caída de un hombre que había ascendido desde orígenes humildes –hijo de inmigrantes cubanos– hasta convertirse en una de las figuras más poderosas del Senado de Estados Unidos.
Como presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Menéndez había ejercido una inmensa influencia sobre la política exterior estadounidense.
Sin embargo, según el jurado, había abusado de este poder, utilizando su posición para enriquecerse a sí mismo y a sus asociados a cambio de favores políticos.
Las acusaciones contra Menéndez fueron impactantes y pintaron un cuadro de flagrante corrupción.
Los fiscales detallaron cómo supuestamente había aceptado cientos de miles de dólares en sobornos: dinero en efectivo metido en chaquetas y cajas de zapatos, lingotes de oro escondidos y un reluciente Mercedes-Benz convertible para su esposa Nadine.
A cambio, supuestamente presionó a funcionarios, interfirió en investigaciones y manipuló las palancas de la ayuda exterior estadounidense para beneficiar a quienes se llenaron los bolsillos.
A pesar de la abrumadora evidencia presentada, Menéndez se mantuvo desafiante.
«Nunca he violado mi juramento público», proclamó fuera de la sala del tribunal, con la voz llena de frustración e ira.
Prometió apelar el veredicto, aferrándose a la esperanza de una reivindicación. Pero el daño ya está hecho.
Los llamados a su renuncia resonaron en todo el espectro político. El líder de la mayoría en el Senado, Chuck Schumer, aunque reconoció su decepción, instó a Menéndez a «hacer lo correcto» y dimitir.
El senador Cory Booker, homólogo de Menéndez en Nueva Jersey, lamentó la «traición a la confianza pública», mientras que el gobernador de Nueva Jersey, Phil Murphy, sugirió la expulsión del Senado como una posible consecuencia.
Añadiendo otra capa de complejidad a la situación estaba la próxima candidatura a la reelección de Menéndez.
Habiendo anunciado previamente su intención de postularse como independiente, Menéndez ahora enfrentaba un desafío de enormes proporciones.
La mancha de la convicción, incluso cuando se disponía a apelar, arrojó una larga sombra sobre su campaña.
Sus oponentes no perdieron tiempo en sacar provecho del veredicto, y el representante Andy Kim, el candidato demócrata para el escaño de Menéndez, declaró que «la gente de Nueva Jersey merece algo mejor».
El veredicto contra Menéndez, si bien fue una victoria para la fiscalía, abrió una caja de Pandora de cuestiones jurídicas y políticas.
¿Se vería obligado el senador a dimitir o se aferraría tenazmente a su escaño, incluso mientras se avecinaban batallas legales?
¿Iniciaría el Senado un procedimiento de expulsión, una maniobra rara vez utilizada y con carga histórica?
¿Y cómo afectaría este escándalo, con su intrincada red de corrupción y abuso de poder, a las próximas elecciones?
La incertidumbre que rodea el futuro de Menéndez refleja las cuestiones más amplias que rodean la corrupción en la política.
El caso Menéndez sirve como evidencia de los efectos corrosivos del poder desenfrenado y la fragilidad de la confianza pública.
A medida que se desarrolle el proceso legal, la nación estará observando, lidiando con las implicaciones de este caso y lo que revela sobre el estado de la democracia estadounidense.